Caridad.
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Este es el mayor y el primer mandamiento, y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. — San Mateo. 22:38
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Este es el mayor y el primer mandamiento, y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. — San Mateo. 22:38
El que verdaderamente se ama a sí mismo, aborrece el pecado; no permitirá que permanezca ni un instante en su corazón. Si tiene la desgracia de ser culpable en algún particular, no diferirá en tomar el remedio establecido por Nuestro Salvador, sin descuidar nada para recibirlo con fruto. Muchos cristianos están en el infierno por confesiones mal hechas. — Santa Teresa
San Benito José Labre recomendaba a aquellos con quienes hablaba que se confesaran con frecuencia; añadiendo también: “Pero debéis hacer buenas confesiones, porque muchos caen al infierno por confesiones mal hechas. Entre los que confiesan hay tres clases: los verdaderos penitentes, los imperfectos y los falsos penitentes. Al salir del confesionario se dividen, formando tres procesiones, que toman caminos diferentes. Los primeros son aquellos que, antes de acercarse al santo tribunal, han examinado con atención lo más profundo de su corazón, han descubierto todos los pecados de que son culpables, están penetrados de dolor, los han confesado sinceramente y están decididos a satisfacer aquí enteramente la justicia divina, añadiendo a la penitencia que se les impone y esforzándose en obtener la remisión de la pena temporal debida a sus pecados mediante la aplicación de las indulgencias de la Iglesia. Si estos penitentes son fieles, ascienden al cielo en el momento de su muerte y son puestos en posesión de la felicidad eterna. Hay muy pocos de estos verdaderos penitentes. No falta nada esencial en su confesión, ni siquiera el examen, que fue serio; ni la acusación de sus pecados, que era humilde, sincera y entera; ni el arrepentimiento, que era profundo. Pero fríos, y sin afán de seguir purificándose aún más con actos de contrición y de amor muchas veces repetidos, con mortificaciones y buenas obras, con la aplicación de indulgencias, mueren en la amistad de Dios, sin gozar inmediatamente de su divina presencia, porque todavía no han satisfecho su justicia divina. Sus almas, separadas del cuerpo, suspiran ardientemente por el cielo; pero como nada contaminado puede entrar en él, este hermoso cielo se cierra a sus deseos: están condenados al purgatorio, a limpiar con las llamas las manchas que tan fácilmente podrían haber sido borradas en esta vida. Finalmente, el tercer tipo está compuesto por falsos penitentes. Esta es la clase más numerosa. La confesión era para ellos, por su propia culpa, un veneno mortal. Todos estos cristianos sacrílegos llegan al infierno por el camino que debería haberles conducido al cielo. Allí se lamentarán eternamente de haber utilizado para su condenación lo que debería haberles conducido al cielo. Gritarán durante toda la eternidad: “¿Por qué no me examiné más seriamente, por qué no me acusé más sinceramente, por qué no me arrepentí más verdaderamente, por qué no obtuve suficiente satisfacción?” Así hablaba aquella alma bienaventurada de Benito José Labre, llena de celo por invitar a los demás a hacer buenas confesiones. Es muy edificante la manera en que se dispuso a recibir el sacramento de la penitencia. Convencido de la gran necesidad que tenía de la luz del Espíritu Santo, suplicó que no sólo se le aclarara la memoria para conocer sus pecados, sino también el verdadero estado de su alma, sus hábitos, su inclinación. En el examen que siguió, repasó los diez mandamientos en su orden; también las acciones del día, reflexionando sobre los lugares en los que había estado, las personas con las que había conversado, las tentaciones que había tenido y la manera en que había correspondido a las gracias que había recibido. Luego pidió nuevamente contrición de corazón; se afligía especialmente por haber pecado, porque al pecar había ofendido a Dios, el más tierno de los padres, el más perfecto de los seres, y a Jesucristo su Salvador, que había derramado su sangre por él.
Se acercó con humildad al ministro de Cristo, rogando a Nuestro Señor que le iluminase para darle consejos saludables y que sus palabras fueran acompañadas de la unción de gracia. Postrado a sus pies, viendo a Jesucristo en la persona de su ministro, confesó sus pecados con sencillez, orden y vivo dolor. Cada palabra de su confesor era para Él un oráculo y penetraba profundamente en su corazón. En el momento de la absolución, este verdadero penitente se humilló hasta el polvo; los sentimientos de Magdalena llorando por sus pecados a los pies de Jesús eran los de él. Con frecuencia pasaba revista a sus confesiones, y se sabe que hizo cinco o seis confesiones generales. Muchos cristianos están en el infierno por malas confesiones.
Se acercó con humildad al ministro de Cristo, rogando a Nuestro Señor que le iluminase para darle consejos saludables y que sus palabras fueran acompañadas de la unción de gracia. Postrado a sus pies, viendo a Jesucristo en la persona de su ministro, confesó sus pecados con sencillez, orden y vivo dolor. Cada palabra de su confesor era para Él un oráculo y penetraba profundamente en su corazón. En el momento de la absolución, este verdadero penitente se humilló hasta el polvo; los sentimientos de Magdalena llorando por sus pecados a los pies de Jesús eran los de él. Con frecuencia pasaba revista a sus confesiones, y se sabe que hizo cinco o seis confesiones generales. Muchos cristianos están en el infierno por malas confesiones.
Oración
Dios mío, permíteme hacer uso de la confesión como remedio, no como daño a mi alma. Que mis confesiones me purifiquen, no me manchen aún más, no sea que encuentre mi condenación donde debería encontrar mi salvación.