Sobre las tentaciones. Sermón del Santo Cura de Ars

Iesus ductus est in desertum a Spiritu, ut tentaretur a Diabolo.

Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. (Mt 4, 1)

Que Jesucristo escogiese el desierto para orar, es cosa que no ha de admirarnos, puesto que en la soledad hallaba todas sus delicias; que fuese conducido allí por el Espíritu Santo, aún debe sorprendernos menos, ya que el Hijo de Dios no podía tener otro conductor que el Espíritu Santo. Pero que sea tentado por el demonio, que sea llevado diferentes veces por ese espíritu de tinieblas, ¿quién se atrevería a creerlo, si no fuese el mismo Jesucristo quien nos lo dice por boca de San Mateo? 

Sin embargo, lejos de extrañarnos, hemos de alegrarnos y dar gracias a nuestro buen Salvador, que quiso ser tentado para merecernos la victoria que luego alcanzaríamos en nuestras tentaciones. ¡Dichosos nosotros! ¡Desde que este dulce Salvador quiso ser tentado, basta querer salir victoriosos para vencer. Tales son las grandes ventajas que sacamos de la tentación del Hijo de Dios. ¿Cuál es mi propósito? Aquí lo tenéis. Es mostraros que: 

1. La tentación nos es muy necesaria para ayudarnos a conocer lo que realmente somos; 
2. Hemos de temer en gran manera la tentación, pues el demonio es muy fino y astuto, y por una sola tentación, si tenemos la desgracia de sucumbir, podemos precipitarnos a lo profundo del infierno; 
3. Hemos de luchar valerosamente hasta el fin, ya que sólo mediante esta condición alcanzaremos el cielo. 

Entretenerme ahora en querer demostraros que existen demonios para tentarnos, daría la impresión de que estoy hablando a idólatras o paganos, o, si queréis, dirigiéndome a unos cristianos sumidos en la más miserable y crasa ignorancia; parecería que nunca conocisteis el catecismo. En vuestra infancia se os preguntaba si todos los ángeles permanecieron fieles a Dios, y respondíais vosotros negativamente; una parte de ellos, en efecto, se rebelaron contra Dios y fueron echados del cielo y arrojados al infierno, Se os preguntaba además: ¿En qué se ocupan esos ángeles rebeldes? Y contestabais que su ocupación es la de tentar a los hombres y desplegar todos sus esfuerzos para inducirles al mal. De todo esto tengo yo mayor copia de pruebas que vosotros. Sabéis, en efecto, que fue el demonio quien tentó a nuestros primeros padres en el paraíso terrenal, en donde nuestro enemigo alcanzó su primera victoria, la cual, por cierto, contribuyó a hacerle más fiero y orgulloso. El demonio fue quien tentó a Caín, llevándole a matar a su hermano Abel. Leemos en el Antiguo Testamento que el Señor dijo a Satán: «¿De dónde vienes?». «Vengo —respondió el demonio— de dar la vuelta al mundo». Prueba evidente de que el demonio está rondando por la tierra para tentarnos. 

Leemos en el Evangelio que, después de haber confesado sus pecados a Jesucristo, salieron del cuerpo de María Magdalena siete demonios. Vemos además en otra parte del Evangelio que, al salir el espíritu impuro del cuerpo de un infeliz, dijo: «Volveré a entrar en él con otros demonios peores que yo». No es, por tanto, todo esto lo que más necesitáis saber, pues ninguno de vosotros duda de ello; será más provechoso daros a conocer cómo el demonio puede tentaros. 

Para penetrar bien la necesidad de rechazar la tentación, preguntad a los cristianos condenados cuál es la causa de hallarse en el infierno, teniendo en cuenta que ellos fueron creados para el cielo: todos os responderán que fue porque, al ser tentados, sucumbieron a la tentación. Id, además, a interrogar a todos los Santos que triunfan en el cielo, y preguntadles qué cosa les ha procurado aquella felicidad. Todos os contestarán: «es que al ser tentados, con la gracia de Dios, resistimos a la tentación y despreciamos al tentador». Quizá alguno pregunte: «Pero, ¿qué es ser tentado?». 

Amigos míos, vedlo aquí, escuchad bien y lo comprenderéis: cuando os sentís inducidos a hacer algo prohibido por Dios, o a omitir lo que Él os ordena o prescribe, es que el demonio os tienta. Dios quiere que por la mañana y por la noche practiquéis bien vuestras oraciones, arrodillados y con gran respeto. 

Dios quiere que empleéis santamente el domingo, dedicándolo a orar, es decir, a asistir a las funciones u oficios; que en tal día os abstengáis de toda clase de trabajos serviles. 

Dios quiere que los hijos tengan un profundo respeto a sus padres y a sus madres; así como que los criados lo tengan a sus señores. 

Dios quiere que améis a todos, que hagáis bien a todos, sin excluir ni a los mismos enemigos; que no comáis carne los días prohibidos; que tengáis mucha diligencia en instruiros acerca de vuestros deberes; que perdonéis de todo corazón a los que os injuriaron. 

Dios quiere que no soltéis malas palabras, que no os dejéis llevar de la maledicencia, que no levantéis calumnias, que no digáis palabras torpes, que no cometáis jamás actos vergonzosos: todo esto se comprende fácilmente. 

Si, a pesar de que el demonio os haya tentado a hacer lo que Dios os tiene prohibido, no lo realizáis, entonces no caéis en la tentación; si por el contrario lo realizáis, entonces sucumbís a la tentación. O, si queréis aun comprenderlo mejor, antes de consentir en lo que el demonio os quiere inducir a cometer, pensad si a la hora de la muerte querríais haberlo hecho, y veréis cómo vuestra conciencia clamará.

¿Sabéis por qué el demonio es tan ávido de llevarnos a obrar mal? Porque, no pudiendo despreciar a Dios en sí mismo, lo desprecia en sus criaturas. Pero, ¡dichosos nosotros! ¡Qué ventura para nosotros tener a un Dios por modelo! 

¿Somos pobres? Tenemos a un Dios que nace en un pesebre, recostado en un montón de paja. 

¿Somos despreciados? Tenemos a un Dios que en ello nos lleva la delantera, que fue coronado de espinas, investido de un vil manto de escarlata, y tratado como un loco. 

¿Nos atormentan las penas y sufrimientos? Tenemos ante nuestros ojos a un Dios cubierto de llagas, y que muere en medio de unos dolores tales que escapan a nuestra comprensión. 

¿Sufrimos persecuciones? Pues bien, ¿cómo nos atreveremos a quejarnos, cuando tenemos a un Dios que muere por sus propios verdugos? 

Finalmente, ¿padecemos tentaciones del demonio? Tenemos a nuestro amable Redentor que fue también tentado por el demonio, y llevado dos veces por aquel espíritu infernal; de manera que en cualquier estado de sufrimientos, de penas o de tentaciones en que nos hallemos, tenemos siempre y en todas partes a nuestro Dios marchando delante de nosotros, y asegurándonos la victoria cuantas veces la deseemos de veras. 

Mirad lo que ha de consolar en gran manera a un cristiano: el pensar que, al sufrir una tentación, tiene la seguridad de que siempre que recurra a Dios, no sucumbirá a los embates del demonio. 

1. Hemos dicho que la tentación nos resultaba necesaria para hacernos sentir nuestra pequeñez. San Agustín nos dice que debemos dar gracias a Dios, tanto de los pecados de los que nos preservó como de los que tuvo la caridad de perdonarnos. Si tenemos la desgracia de caer tan frecuentemente en los lazos del demonio, es porque confiamos más en nuestros buenos propósitos y promesas que en la asistencia de Dios. Esto es muy exacto. Cuando nada nos desazona y va todo a la medida de nuestros deseos, nos atrevemos a creer que nada ha de ser capaz de hacernos caer; olvidamos nuestra pequeñez y nuestra debilidad; hacemos las más gallardas protestas de que estamos dispuestos a morir antes que a dejarnos vencer. 

Un elocuente ejemplo de todo esto lo encontramos en San Pedro, cuando dijo al Señor: «Aunque todos los demás te negaren, yo no te negaré jamás». Y el Señor, para mostrarle cuán poca cosa es el hombre, abandonado a sí mismo, no tuvo necesidad de servirse de reyes, ni de príncipes, ni de armas, sino solamente de la voz de una criada que, por otra parte, parecía hablar con mucha indiferencia. Poco tiempo antes parecía él dispuesto a morir por su Maestro, y ahora asegura no conocerle ni saber de quién se trata; y, para mejor convencer a los circunstantes, lo atestigua con juramento. Dios mío, ¡de cuánto somos capaces, abandonados a nuestras solas fuerzas! Hay personas que, si hemos de creerlas, parecen hasta sentir envidia de los santos que tantas penitencias hicieron. Les parece que podrían hacer otro tanto sin gran dificultad. Al leer la vida de ciertos mártires, afirmamos que seríamos capaces de sufrir todo aquello por Dios. «Aquellas horas pasaron pronto —decimos—, y después viene una eternidad de alegría». Mas, ¿qué hace el Señor para enseñarnos un poco a conocernos, o mejor, para mostrar que nada somos? Pues aquí lo veréis: permite al demonio aproximarse un poco más a nosotros. 

Oíd a aquel cristiano que, no hace mucho, envidiaba a los solitarios que se alimentaban de hierbas y raíces, y formaba el gran propósito de tratar duramente su cuerpo; ¡ay!, un ligero dolor de cabeza o la picadura de un alfiler le hacen quejarse a grito batiente; se pone frenético, exhala clamores; no hace mucho estaba presto a padecer todas las penitencias de los anacoretas, y una pequeñez logra desesperarle. 

Mirad a aquel otro que parece está presto a dar la vida por su Dios, y que ningún tormento es capaz de detenerle: la más leve murmuración, una calumnia, hasta un papel algo frío, una pequeña desconsideración de gratitud, en seguida provocan en su ánimo sentimientos de odio, de venganza, de aversión, hasta el punto de llegar a veces a no querer ver jamás a su prójimo, o a tratarle con frialdad, con un aire que revela indudablemente lo que pasa en su corazón. 

¡Y cuántas veces esas ofensas le quitan el sueño o se le representan con el primer pensamiento al despertarse! ¡Cuán poca cosa somos y en cuán poco hemos de tener todos nuestros más bellos propósitos! 

Ya veis, pues, cómo no nada tan necesario como la tentación para mantenernos en la conciencia de nuestra pequeñez e impedir que nos domine el orgullo. Escuchad lo que nos dice San Felipe Neri cuando, al considerar nuestra extrema debilidad y el peligro en que nos hallamos de perdernos a cada momento, se dirigía al Señor, derramando lágrimas y diciéndole: «Dios mío, sostenedme con mano firme, ya sabéis que soy un traidor, ya conocéis cuán malo soy: si me abandonáis un solo momento, temo haceros traición». 

Mas, pensaréis tal vez, ¿quiénes son los más tentados? ¿No son los borrachos, los maldicientes, los impúdicos, que se abandonan desenfrenadamente a sus obscenidades? ¿O un avaro, que no repara en medios? A todos ellos el demonio los desprecia, o bien los aguanta por temor de que dure poco tiempo su maldad, ya que cuanto más vivan, tanto mayor número de almas arrastrarán al infierno con sus malos ejemplos. 

En efecto, si el demonio hubiese apretado a ese viejo impúdico, hasta el punto de abreviar sus días en quince o veinte años, no habría podido robar la flor de la virginidad a aquella joven que él sepultó en el más infame cenagal de la impureza; no habrá tampoco seducido a aquella mujer, o no habría enseñado la maldad a ese joven, que tal vez continuará en su iniquidad hasta la muerte. 

Si el demonio hubiese llevado a ese ladrón a robar indiscriminadamente, al poco tiempo habría subido al patíbulo y ahora no induciría a su vecino a obrar como él. 

Si el demonio no hubiese inducido a ese borracho a beber vino sin cesar, haría ya mucho tiempo que hubiera padecido en la crápula; mientras que, alargando sus días, aumentó el número de sus imitadores. 

Si el demonio hubiese quitado la vida a ese músico, a ese danzante, a ese tabernero, en una riña o en cualquiera otra ocasión, ¡cuántos serían los que, sin el concurso de esa gente, se habrían librado de la condenación!

San Agustín nos enseña que el demonio no atormenta mucho a esa clase de personas; al contrario, las desprecia y escupe sobre ellas. Pero, me diréis, ¿quiénes son pues, los más tentados? Amigos míos, vedlo aquí, y atended bien. Son los que están prestos, con la gracia de Dios, a sacrificarlo todo para la salvación de su pobre alma; los que renuncian a todo lo que en el mundo se desea con tanto afán. No es un demonio solo quien los tienta, sino que caen a millones sobre ellos para hacerlos tropezar en sus lazos: ahí tenéis de ello un magnífico ejemplo. 

Se cuenta en la historia que San Francisco de Asís estaba reunido con sus religiosos en un gran campo, donde habían construido unas casitas de junco. Viendo San Francisco que hacían tan extraordinarias penitencias, le ordenó que trajeran todos sus instrumentos de mortificación; recogiéronse montones grandes como pajares. Había allí en aquella ocasión un joven a quien Dios concedió que fuera visible su ángel de la guarda: por un lado veía a aquellos buenos religiosos que no podían saciarse en su afán de penitencias; por otro, su ángel de la guarda le hizo ver una reunión de dieciocho mil demonios, deliberando cómo vencer a aquellos religiosos con tentaciones. Hubo uno de ellos que dijo: «Vosotros no lo comprendéis. Esos religiosos son tan humildes, ¡ah!, ¡hermosa virtud!, tan desprendidos de sí mismos, tan unidos a Dios… Tienen un superior que los guía tan bien que resulta imposible poderlos vencer; esperemos a que muera el superior y entonces procuraremos la entrada de jóvenes sin vocación, que introducirán el relajamiento. Por este medio serán nuestros». 

Un poco más lejos, al entrar en la ciudad, aquel santo vio a un demonio solo, sentado sobre las puertas de la ciudad para tentar a los que estaban dentro. Entonces preguntó a su ángel de la guarda por qué motivo, para tentar a los religiosos, había tantos millares de demonios, mientras que para una ciudad entera había tan sólo uno, y además, sentado. El ángel bueno le contestó que las gentes del mundo no necesitaban ser tentadas, pues ya se portaban mal por su propia iniciativa e impulso; mientras que los religiosos obraban el bien a pesar de todos los lazos y combates provocados por el demonio. 

¿Sabéis cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano. No se atreve a mostrarse en público, se oculta de las personas con las que, en otro tiempo, había compartido sus placeres; si se le hace notar que ha cambiado mucho, ¡se avergüenza! El qué dirán está siempre fijo en su mente, de tal manera que no tiene valor de obrar el bien delante del mundo. Si el demonio no puede ganar a esa persona mediante el respeto humano, entonces le hace concebir un extraordinario temor: que sus confesiones no fueron bien hechas, que su confesor no la comprende; que, por más que haga, será irremisiblemente condenada; que da igual dejarlo todo que continuar, puesto que las ocasiones son muchas. 

¿Por qué será que cuando una persona no piensa en salvar su alma, cuando vive en pecado, no es tentada en nada; mas, en cuanto se propone cambiar de vida, es decir, cuando desea entregarse a Dios, todo el infierno se precipita sobre ella? Escuchad lo que va a deciros San Agustín: «Ved, nos dice, de qué manera se porta el demonio con los pecadores: hace como un carcelero que tiene varios presos encerrados en su prisión; guardando la llave en el bolsillo, los deja muy libres, seguro de que no se le escaparán. Esta es su manera de obrar con un pecador que no piensa en salir del pecado: no se molesta en tentarlo; lo consideraría tiempo perdido, ya que no solamente no piensa en dejarlo, sino que refuerza cada día más las cadenas que le atan: sería, pues, inútil tentarle; déjale vivir en paz, si en alguna manera es compatible la paz con el pecado. Ocúltale, todo lo posible, el estado en que se halla, hasta la hora de la muerte, en que procura presentarle la pintura mas espantosa de su vida, para sumirle en la desesperación. Mas, en cuanto una persona ha resuelto cambiar de vida para entregarse a Dios, entonces ya es otra cosa». 

Mientras San Agustín vivió en el desorden, ni se dio cuenta de lo que era ser tentado. Nos cuenta él mismo que se creía en paz; pero desde el momento en que quiso volver la espalda al demonio, fue preciso luchar con el espíritu maligno hasta rendirse de fatiga: lo cual duró nada menos que cinco años; derramó las lágrimas más amargas, practicó las más austeras penitencias: «Batíame con él, dice, en medio de las ligaduras que me sujetaban. Hoy reputábame victorioso, y mañana estaba otra vez rendido. Aquella guerra cruel y porfiada duró cinco años. Sin embargo —nos dice—, hízome Dios la gracia de que saliese vencedor de mi enemigo». 

Ved aún las luchas que hubo de sostener San Jerónimo cuando quiso entregarse a Dios, determinando visitar la Tierra Santa. Estando en Roma, concibió un nuevo deseo de trabajar por su salvación. Al dejar la ciudad de Roma, fue a sepultarse en un espantoso desierto, para entregarse a todo lo que su amor a Dios le inspirase. Entonces el demonio, previendo que su conversión sería la causa de muchas otras, parecía reventar de desesperación. No hubo género de tentación a que no le sometiese. No creo haya habido otro santo más tentado que él. Oíd en qué términos escribía a uno de sus amigos: «Mi querido amigo, voy a comunicarte cuál es mi aflicción y el estado a que el demonio quiere reducirme. ¡Cuántas veces, en esta vasta soledad que los ardores del sol hacen insoportable, cuántas veces han venido a asaltarme los placeres de Roma! El dolor y la amargura de que está llena mi alma me hacen derramar, noche y día, torrentes de lágrimas. Voy a ocultarme en los lugares más reservados para combatir mis tentaciones y llorar mis pecados. Mi cuerpo está totalmente desfigurado y cubierto de un áspero cilicio. No tengo otra cama que la tierra desnuda, ni otros alimentos que raíces crudas y agua, hasta cuando estoy enfermo. »

A pesar de tales rigores, mi cuerpo acaricia aún el pensamiento de los placeres infames de que Roma está infectada; mi espíritu se halla todavía en medio de aquellas bellas compañías donde tanto ofendí a Dios. Y, sin embargo, en este desierto al cual yo me he condenado para evitar el infierno, entre estas grutas sombrías donde sólo me acompañan escorpiones y bestias feroces, a pesar de todos los horrores de que estoy rodeado y atemorizado, mi espíritu abrasa en impuro fuego a mi cuerpo, muerto ya antes que yo; aun el demonio se atreve a ofrecerle placeres para deleitarse. Viéndome tan humillado por tentaciones cuyo solo pensamiento me hace morir de horror, no acertando a hallar otros rigores que ejercer contra mi cuerpo a fin de mantenerlo sumiso a Dios, me arrojo en tierra a los pies del crucifijo, regándolo con mis lágrimas, y cuando ellas me faltan, tomo un guijarro y con él golpeo mi pecho hasta que la sangre sale por la boca, clamando misericordia hasta que el Señor tenga piedad de mí. ¿Quién podrá comprender cuán miserable sea mi estado, deseando yo tan ardientemente agradar a Dios y servirle a Él sólo? ¡Qué dolor para mí, al verme continuamente inclinado a ofenderle! ¡Ayúdame, amigo querido, con el auxilio de tus oraciones, a fin de que sea yo más fuerte para rechazar al demonio, que ha jurado mi eterna perdición!». 

Ya veis a qué luchas permite Dios que queden expuestos sus grandes santos. ¡Qué dignos seremos de compasión si no nos vemos fuertemente atacados por el demonio! Entonces, según todas las apariencias, somos los amigos del maligno espíritu: él nos deja vivir en una falsa paz, nos adormece bajo el pretexto de que hicimos ya algunas oraciones, algunas limosnas, de que hemos cometido muchos menos pecados que otros. 

Según tal modo de discurrir o ver las cosas, si preguntáis a ese parroquiano de la taberna si el demonio le tienta, os responderá sencillamente que no, que nada le inquieta. Interrogad a esa joven vanidosa cuáles son sus luchas, y os contestará riendo que no sostiene ninguna, ignorando totalmente en qué consiste ser tentado. Esta es la tentación más espantosa de todas: no ser tentado; este es el estado de aquellos que el demonio guarda para el infierno. Me atreveré a deciros que se guarda bien de tentarlos ni atormentarlos acerca de su vida pasada, temiendo que abran los ojos ante sus pecados. 

Repito, pues, que el peor mal para todo cristiano es el no ser tentado, ya que da lugar a creer que el demonio le considera ya cosa suya, y aguarda sólo la hora de la muerte para arrastrarle al infierno. Lo cual es muy verosímil. 

Observad a un cristiano que mire algo por la salvación de su alma: todo cuanto le rodea le incita al mal. A pesar de todas sus oraciones y penitencias, muchas veces apenas puede levantar sus ojos sin ser tentado. Y en cambio, un empedernido pecador, quien tal vez se habrá arrastrado o revolcado por espacio de veinte años o más en el lodazal de sus torpezas, dirá que no es tentado. 

¡Tanto peor, amigo mío, tanto peor! Esto es precisamente lo que debe hacerte temblar, pues ello indica que no conoces las tentaciones; decir que no eres tentado, es como afirmar que no existe el demonio, o bien que ha perdido toda su rabia contra los cristianos. «Si no experimentáis tentación alguna —dice San Gregorio—, es porque los demonios son vuestros amigos, vuestros pastores y vuestros guías; mientras os dejan pasar con tranquilidad vuestra pobre vida, al fin de vuestros días os arrastrarán a los abismos». 

San Agustín nos dice que la mayor tentación es no sufrir tentación, puesto que ello equivale a ser reprobado, abandonado de Dios y entregado al desorden de las pasiones.

2. Hemos dicho, en segundo lugar, que la tentación nos resulta absolutamente necesaria para sostenernos en la humildad y en la desconfianza de nosotros mismos, así como para obligarnos a recurrir al Señor. Leemos en la historia que, viéndose un solitario muy fuertemente tentado, oyó a su superior que le decía: «¿Quieres, amigo mío, que pida a Dios te libre de tus tentaciones?». «No, padre mío —contestó el solitario—, puesto que ello contribuye a que nunca me aparte de la presencia de Dios, ya que tengo continua necesidad de acudir a Él para que me ayude a luchar».

Aunque sea cosa muy humillante el ser tentado, sin embargo, podemos decir que es el signo más seguro de que andamos por el camino de salvación. A nosotros no nos queda más que luchar con valentía, puesto que la tentación es tiempo de siega. 

Ved de ello un claro ejemplo. Leemos en la historia que una santa, de tal modo se veía atormentada por el demonio, que llegó a creerse reprobada. Se le apareció el Señor para consolarla y le dijo que había logrado mayor ganancia espiritual durante aquella prueba que durante las demás épocas de su vida. 

San Agustín nos dice que, sin las tentaciones, todo cuanto hacemos nos serviría de escaso mérito; lejos, pues, de inquietarnos en nuestras tentaciones, hemos de dar gracias a Dios y combatir con valor, ya que tenemos la seguridad de salir siempre vencedores, y de que Nuestro Señor nunca permitirá al demonio tentarnos más allá de nuestras fuerzas. 

Y es, además, muy cierto, que no debemos esperar que cesen las tentaciones sino con nuestra muerte; siendo el demonio un espíritu, nunca se cansa: después de habernos tentado durante cien mil años, quedará con los mismos bríos del primer día. No debemos forjarnos la ilusión de que lograremos vencer al demonio o huir de él, para dejar de ser tentados; pues el gran Orígenes nos dice que los demonios son tan numerosos que exceden a los átomos que revolotean en el aire, y a las gotas de agua que hay contenidas en los mares, con lo cual viene a decir que su número es infinito. 

Nos dice también San Pedro: «Vigilad constantemente, pues el demonio está rondando cerca de vosotros como león rugiente, que busca a quien devorar». Y el mismo Jesucristo nos dice: «Orad sin cesar, para que no caigáis en la tentación». 

Es decir, el demonio nos acecha por todas partes, de manera que precisa contar con que, en cualquier parte o en cualquier estado que nos hallemos, nos acompañará la tentación. Ved a aquel santo varón totalmente cubierto de llagas, o mejor, ya podrido; el demonio no deja de tentarle por espacio de siete años. A Santa María Egipciaca, la tienta por espacio de nueve años. A San Pablo, durante toda su vida, es decir, desde el momento en que comenzó a entregarse a Dios. Nos dice San Agustín, para consolarnos, que el demonio es un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a los que se le acercan demasiado. 

Un santo sacerdote se encontró con un joven que se hallaba muy inquieto, y le preguntó por qué se preocupaba tanto. «¡Ay! padre mío —le contestó—, es que temo ser tentado y caer». «Si te sientes tentado —le dijo el sacerdote—, haz la señal de la cruz y eleva el corazón a Dios. Si el demonio continúa, continúa tú también, y ten por seguro que no mancillarás tu alma». Mirad lo que hizo San Macario un día que, al volver de procurarse material para hacer unas esteras, encontró por el camino a un demonio que le perseguía con una guadaña de fuego en la mano para matarle y destrozarle. San Macario, sin atemorizarse, elevó su corazón a Dios. El demonio huyó furioso exclamando: «¡Ah! Macario, ¡cuánto me haces sufrir al defenderte para que no te maltrate! Sin embargo, todo cuanto haces, lo hago yo también. Si tú velas, yo no duermo; si tú ayunas, yo no como nunca; solamente hay una cosa que tú tienes y yo no». Le preguntó el Santo qué cosa era aquella, y le contestó: «Es la humildad». Y al instante, desapareció. Sí, la humildad es una virtud formidable para el demonio. También sabemos cómo San Antonio, al ser tentado, no hacía más que humillarse profundamente, diciendo a Dios: «Dios mío, tened piedad de este gran pecador»; al momento, el demonio emprendía la fuga. 

3. Hemos dicho, en tercer lugar, que el demonio se precipita contra aquellos que más fuertemente han tomado a pecho su salvación, y los persigue continuamente y con toda energía con la esperanza de vencerles. 

Ved un ejemplo. Se cuenta que un joven solitario había abandonado el mundo desde hacía años para no pensar más que en la salvación de su alma. El demonio se tornó por ello tan furioso que al pobre joven le pareció que todo el infierno se le arrojaba encima. Nos dice Casiano, que es a quien se refiere este ejemplo, que a este solitario, viéndose importunado por tentaciones de impureza, después de muchas lágrimas y penitencias, se le acudió salir al encuentro de otro solitario, anciano, para consolarse, confiando en que le proporcionaría remedios para vencer mejor a su enemigo, y proponiéndose a la vez encomendarse en sus oraciones. 

Mas acaeció cosa muy distinta: aquel viejo, que había pasado su vida casi sin lucha interior, lejos de consolar al joven, manifestó una gran sorpresa al oír la narración de sus tentaciones. Le reprendió con aspereza y le dirigió palabras duras, llamándole infame y desgraciado, diciéndole que era indigno de llevar el nombre de solitario, toda vez que le sucedían semejantes cosas. 

El pobre joven se marchó muy desanimado, teniéndose ya por perdido y condenado, y abandonándose a la desesperación. Decíase a sí mismo: «Puesto que estoy condenado, ya no tengo necesidad de resistir ni luchar; preciso me es abandonarme a todo lo que quiera el demonio; sin embargo, Dios sabe que he dejado el mundo solamente para amarle y salvar mi alma. ¿Por qué, Dios mío —decía, en su desesperación—, me habéis dado tan escasas fuerzas? Vos sabéis que yo quiero amaros, puesto que tengo temor y pena de desagradaros. ¡Y, con todo, no me dais la fuerza necesaria y me dejáis caer! Ya que todo está perdido para mí, ya que no tengo los medios de salvarme, me vuelvo otra vez al mundo». 

Como, en su desesperación, se dispusiese ya a abandonar su soledad, Dios hizo conocer el estado de su alma a un santo abad que moraba en el mismo desierto, llamado Apolonio, el cual tenía gran fama de santidad. Este solitario salió al encuentro del joven; al verle tan conturbado, se acercó a él y le preguntó con gran dulzura qué le sucedía y cuál era la causa del aturdimiento y la tristeza que su aspecto revelaba. Mas el pobre joven estaba tan profundamente abismado en sus pensamientos, que no le respondió palabra. 

El santo abad, que veía claramente el desorden de su alma, le instó tanto a decirle qué cosa era lo que así agitaba, por qué motivo salía de la soledad y cuál era el objeto que se proponía en su marcha que, viendo cómo su estado era adivinado por el santo abad, a pesar de que él lo ocultaba con gran cuidado, aquel joven, derramando lágrimas en abundancia y deshaciéndose en conmovedores sollozos, habló así: «Me vuelvo al mundo, porque estoy condenado; ya no tengo esperanza alguna de poderme salvar. Fui a aconsejarme con un anciano que quedó muy escandalizado de mi vida. Puesto que soy tan desgraciado y no puedo agradar a Dios, he resuelto abandonar mi soledad para reintegrarme al mundo, donde voy a entregarme a cuanto quiera el demonio. No obstante, he derramado muchas lágrimas, para no ofender a Dios; yo bien quería salvarme, y tenía a gran gusto hacer penitencia; mas no me siento con fuerzas bastantes, y no voy ya más allá». 

Al oírle hablar y llorar así, el santo abad, mezclando sus lágrimas con las del joven, le dijo: «¡Ah, amigo mío! No acertáis a ver que, lejos de haber sido tentado de tal manera porque ofendisteis a Dios, es precisamente porque le sois muy agradable? Consolaos, amigo querido, y recobrad vuestro valor; el demonio os creía vencido, mas por el contrario, vos le venceréis; al menos hasta mañana, regresad a vuestra celda. No os desaniméis, yo mismo experimento cada día tentaciones como las vuestras. No hemos de contar exclusivamente con nuestras fuerzas, sino con la misericordia de Dios. Voy a ayudaros en la lucha orando yo también con vos. ¡Oh, amigo mío! Dios es tan bueno que no puede abandonarnos al furor de nuestros enemigos sin darnos las fuerzas suficientes para vencer; es Él quien me envía para consolaros y anunciaros que no os perderéis: seréis libertado». 

Aquel pobre joven, ya del todo consolado, regresó a su soledad y arrojándose en brazos de la divina misericordia, exclamó: «Creía, oh Dios mío, que os habíais retirado de mí para siempre». 

Mientras tanto, Apolonio se fue junto a la celda de aquel anciano que tan mal recibiera al pobre joven, y postrándose con la faz en tierra, dijo: «Señor, Dios mío, Vos conocéis nuestras debilidades: libra, si os place, a aquel joven de las tentaciones que le desaniman; ¡ya veis las lágrimas que ha derramado a causa de la pena que experimentaba por haberos ofendido! Haced que sufra la misma tentación este anciano, y aprenda así a tener compasión de aquellos a quienes Vos permitís que sean tentados». 

Apenas hubo acabado su oración, vio al demonio en figura de un asqueroso negrito, lanzando una flecha de fuego impuro a la celda del anciano. En cuanto este sintió toda la fuerza del golpe, fue presa de una espantosa agitación que le impedía todo descanso. Levantábase, salía, volvía a entrar. Después de un tiempo en tales angustias, pensando al fin que jamás podría combatir con ventaja ante aquel ataque, imitó al joven solitario y tomó la resolución de abandonarse al mundo, puesto que no podía resistir ya más al demonio. Se despidió de su celda y partió. 

El santo abad, que le observaba sin que el otro se diese cuenta (Nuestro Señor le hizo saber que la tentación del joven había pasado al viejo), se le acercó y le preguntó dónde iba y de dónde venía con tal agitación que le hacía olvidar la gravedad propia de sus años; le insinuó que parecía sentir alguna inquietud acerca de la salvación de su alma. El anciano entendió con claridad que Dios daba a conocer al abad lo que pasaba en su interior. «Volveos, amigo mío —le dijo el santo—, tened presente que esta tentación os ha atacado en vuestra vejez a fin de que aprendáis a compadeceros de vuestros hermanos tentados, y a consolarlos en sus dolencias espirituales. Habíais desalentado a aquel pobre joven que vino a comunicaros sus penas; en vez de consolarle, pretendíais sumirle en la desesperación, y sin una gracia extraordinaria estaría irremisiblemente perdido. Sabed, padre mío, que el demonio había declarado una guerra tan porfiada y cruel al pobre joven, porque adivinaba en él grandes disposiciones para la virtud, y eso le inspiraba un gran sentimiento de celos y de envidia. Además, una tan firme virtud, solamente podía ser vencida mediante una tentación igualmente firme y violenta. Aprended a tener compasión de los demás, a darles la mano para impedir que caigan. Sabed que si el demonio os ha dejado tranquilo a pesar de tantos años de retiro, es porque veía en vos poca cosa buena: en lugar de tentaros, os desprecia». 

Este ejemplo nos muestra claramente cómo, lejos de desanimarnos al vernos tentados, hemos de experimentar consuelo y hasta regocijo, puesto que solamente son tentados con insistencia aquellos que, por su manera de vivir, el demonio prevé que ganarían el cielo. 

Por otra parte, hemos de quedar persuadidos de que es imposible querer agradar a Dios y salvar el alma sin ser tentados. Mirad a Jesucristo: Él, que era la misma santidad, después de haber ayunado cuarenta días con sus noches, también fue tentado y arrebatado dos veces por el demonio. 

Yo no sé si alcanzáis a comprender lo que es tentación. No sólo son tentación los pensamientos de impureza, de odio o de venganza, sino también todas las molestias que nos sobrevienen: una enfermedad que nos mueve a quejarnos; una calumnia o una injusticia que se comete contra nosotros, una pérdida de bienes, la muerte del padre, la madre o de un hijo. Si nos sometemos gustosos a la voluntad de Dios, entonces no sucumbiremos a la tentación, pues el Señor quiere que suframos aquello por su amor; mientras que, por otra parte, el demonio hace cuanto puede para inducirnos a murmurar contra Dios. 

Mas ved ahora cuáles son las tentaciones más dignas de temerse y que arrastran a un mayor número de almas de lo que se cree: son los pequeños pensamientos de amor propio, los pensamientos acerca de la propia estimación, los pequeños aplausos para todo cuanto se hace, el gusto que nos causa lo que de nosotros se dice. Reproducimos todo esto infinidad de veces en nuestra mente, nos gusta ver a las personas a quienes hemos favorecido, pareciéndonos que ellas lo tienen siempre presente y que forman de nosotros buena opinión; nos sentimos satisfechos cuando alguien se encomienda a nuestras oraciones; estamos ávidos de saber si se ha alcanzado lo que para los demás hemos pedido a Dios. Esta es una de las más rudas tentaciones del demonio; por esto os digo que debemos vigilar mucho sobre nosotros mismos, pues el demonio es muy astuto; y tal consideración debe llevarnos a pedir a Dios, todas las mañanas, que nos otorgue la gracia de conocer bien cuándo el demonio se acerca a nosotros para tentarnos. ¿Por qué cometemos el mal con tanta frecuencia sin darnos cuenta de nuestros yerros hasta después de cometidos? Por no haber suplicado a Dios cada mañana esta gracia, o por habérsela pedido mal. 

Finalmente, digo que hemos de luchar valerosamente, y no lo hacemos: decimos que no al demonio, mientras le tendemos la mano. 

Mirad a San Bernardo cuando, descansando en su cuarto durante un viaje, fue por la noche a su encuentro una desgraciada mujer para inducirle a pecar. Él se puso a gritar, pidiendo auxilio; volvió ella hasta tres veces, mas fue vergonzosamente rechazada por el Santo. 

Ved lo que hizo San Martiniano, cuando una mujer de mala vida quiso tentarle. Mirad a Santo Tomás de Aquino, a quien se le presentó una joven en su habitación para inducirle a pecar: tomó un tizón encendido y la echó vergonzosamente de su presencia. Ved lo que hizo San Benito, quien, al ser tentado una vez, fue a arrojarse a un estanque helado, y se sumergió hasta la garganta. 

Otros se revolcaron sobre espinas. Refiérese de un santo que, al ser un día tentado, fuese a un pantano donde había muchísimas avispas, las cuales se echaron sobre él y dejaron su cuerpo como cubierto de lepra; al regresar, el superior le conoció sólo por la voz, y le preguntó por qué se había puesto en tal estado. «Es que mi cuerpo quería perder a mi alma —respondió él—: he aquí por qué lo he reducido a tal estado». 

¿Qué debemos sacar en conclusión de todo esto? Vedlo aquí: 

No hemos de forjarnos la ilusión de que vamos a quedar libres de tentaciones que, de una u otra manera, nos atormentan mientras vivamos; por consiguiente es preciso combatir hasta la muerte. 

Apenas nos sintamos tentados, hemos de recurrir pronto a Dios, y no cesar de pedir su auxilio mientras dure la tentación, puesto que, si el demonio persevera en tentarnos, es siempre con la esperanza de hacernos sucumbir. 

En tercer lugar, hemos de huir de todo cuanto sea capaz de movernos a tentación, al menos en cuanto nos sea posible. Además, no hemos de perder nunca de vista el hecho de que los ángeles malos fueron tentados una sola vez y de aquella tentación vino su caída en el infierno. Es necesario tener mucha humildad, sin confiar jamás en que, con nuestras solas fuerzas, podamos escaparnos de sucumbir. Únicamente ayudados por la gracia divina estaremos exentos de caer. Dichoso el que a la hora de la muerte pueda decir como San Pablo: «He combatido mucho, pero, con la gracia de Dios, he vencido; por esto espero alcanzar la corona de gloria que el Señor otorga al que le ha sido fiel hasta la muerte».

Sermones escritos de San Juan-María Vianney: El Santo Cura de Ars.