El estado de necesidad y las consagraciones episcopales


Monseñor Lefebvre justificó las consagraciones episcopales del 30 de junio de 1.988 recurriendo al estado de necesidad. El contenido de este artículo, pues, no interesa a los que no pueden o quieren ver esto último, sino a los que, sabiendo que existe, desean justificar para sí u otros el acto extraordinario cumplido por el fundador de la Fraternidad de San Pío X.

Hay que reconocer que la doctrina sobre el estado de necesidad es poco conocida. Esto se entiende por lo mismo que concierne a acontecimientos extraordinarios que exigen la aplicación de principios fuera de lo común, es decir, fuera del curso ordinario y normal de la vida.

Para proceder con orden en la exposición de dichos principios, en primer término, hay que dar una noción sobre el estado de necesidad; luego, cuáles son los deberes y poderes de un obispo que se confronta al mismo; extraer, en ulterior instancia, los principios que resultan aplicables; y finalmente, responder a algunas objeciones que pueden plantearse al respecto.


EL ESTADO DE NECESIDAD:

El estado de necesidad consiste esencialmente en una amenaza a los bienes espirituales, a la vida, a la libertad o a otros bienes terrenales. En el segundo caso se configura una necesidad material; en el primero, una necesidad espiritual, que es mucho más importante que la precedente. 

Los teólogos distinguen cinco clases de necesidad espiritual: 

1. Ordinaria o común, que es en la que se encuentra cualquier pecador en circunstancias normales.

2. Grave, en la que está un alma amenazada en sus bienes espirituales esenciales (fe, buenas costumbres).

3. Casi extrema, como es el supuesto del alma que, sin socorro de otro, muy difícilmente podría salvarse.

4. Extrema, caso en el cual dicha alma o no podría salvarse, o bien sería tan difícil que se puede afirmar que sería moralmente imposible.

5. General o pública, que es aquella en que se encuentran muchas almas, amenazadas todas en bienes espirituales esenciales (la difusión de una herejía respecto a la fe, un grave error moral respecto a las buenas costumbres).

EL ESTADO ACTUAL:

Hoy existe un estado de grave necesidad general porque la fe y las buenas costumbres de muchos católicos están amenazadas por la difusión pública del neomodernismo, de la "nueva teologia", de incontables errores, todo lo cual ha sido condenado ya por los Papas San Pío X y por Pío XII.(1)

Pero no sólo los Papas de antes del Vaticano han anatemizado las desviaciones que hoy se observan. El propio Pablo VI lo ha hecho implícitamente al referirse a la "autodemolición de la iglesia" y al "humo de Satanás que penetró en el templo de Dios".(2) Otro tanto hay que decir de Juan Pablo II, quien admitió que "los cristianos se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados; se han extendido a manos llenas ideas que se oponen a la verdad revelada (...) verdaderas herejías son propagadas en los campos de la dogmática y la mora, creando dudas, confusiones, rebeliones; la liturgia ha sido alterada; inmersos en el "relativismo" intelectual y moral, y por tanto en el "positivismo", los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva".(3)

Así, pues, los pontífices más recientes admiten claramente la existencia de un estado de necesidad espiritual grave y común. A esta altura de los tiempos, año 2008, esta situación -reconozcámoslo- no ha variado esencialmente.



PRIMER PRINCIPIO:

De lo dicho se deduce el primer prinicipio que rige en la materia, a saber: que la grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber grave de socorro inherente a un sacerdote o un obispo.

El deber de socorro que pesa sobre ellos responde a dos títulos: en razón de su oficio, porque Nuestro Señor Jesucristo instituyó el orden sacerdotal y le encomendó el ministerio específico de satisfacer las necesidades espirituales de las almas; en razón de caridad, ya que si un sacerdote u obispo, a falta, negativa o ausencia del pastor legítimo, si puede socorrer un alma, tiene el deber de hacerlo.(4) Por lo demás, obliga gravemente por caridad, porque la caridad es el mandato más grande y la síntesis de la Ley y los Profetas. Por eso dice Billuart que: 

"si un hereje pervierte con una falsa doctrina una comunidad entera, si un particular se entera y puede hacerlo, debe impedirlo aún a riesgo de su vida. Si se debe proporcionar socorro al riesgo de la propia vida cuando el riesgo amenaza el bien común temporal, con mayor razón en el caso del bien espiritual".(5)

La necesidad actual, grave y general de las almas carece de esperanza de recibir los remedios adecuados de los pastores legítimos, más o menos imbuidos como están del neomodernismo ambiente. El "humo de Satanás" y las manos que obran la "autodemolición" de Pablo VI, por un lado, y las "ideas opuestas a la verdad revelada" y "verdaderas herejías" de Juan Pablo II, por otro, todo eso, o bien es propagado por los miembros de la Jerarquía, o bien ellos asisten impasiblemente a su difusión, sin tomar medidas para evitar el gravísimo riesgo en que se ven las almas.

Al decir de Romano Amerio en su célebre obra "Iota Unum", "la corrupción doctrinal ha dejado de ser un fenómeno de pequeños círculos esotéricos" y "se ha convertido en una acción pública en el cuerpo eclesial en homilías y libros, en la escuela y en la catequesis".(6)

El entonces Cardenal Ratzinger coincide en el mismo juicio:

"El mito de la dureza del Vaticano frente a la desviaciones progresistas se revela como una vana elucubración. Hasta el momento solamente se han pronunciado admoniciones, y en ningún caso penas canónicas en sentido propio (...) El mismo obispo que, antes del Concilio, había expulsado a un profesor irreprochable por causa de su forma de hablar poco rústica, no ha sido capaz, después del Concilio, de echar a un profesor que negó abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe".(7)

DEBER DE SUPLENCIA DE LOS OBISPOS:

Comprobado el estado de necesidad y si las almas no pueden esperar socorro de sus pastores legítimos, aquel que pueda hacer algo, tiene sub gravi -como se dijo- el deber de actuar. Este deber no sólo concierne a los sacerdotes sino también a los Obispos, y a éstos más que a aquéllos.

El Papa y los Obispos están en la Iglesia como, en otros términos, marido y mujer en la familia. Uno subordinado a otro, es verdad, pero ambos orientados a un mismo fin. Para los primeros de los citados ese fin es el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. Y así como la mujer debe suplir según sus posibilidades la omisión de los deberes del esposo, o su negligente cumplimiento, los Obispos también tienen un deber de suplencia, según lo puedan, cuando los demás pastores -incluso el Papa- desistan del cumplimento de las cargas de su oficio.


SEGUNDO PRINCIPIO:

En caso de grave necesidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden; el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico.

En la Iglesia existen dos grandes poderes: el de orden, que viene por la ordenación o consagración, y el de jurisdicción o gobierno, según el cual la autoridad superior confía o asigna al ordenado o consagrado una grey de fieles determinada (diócesis, parroquia). Es allí, en principio, donde uno u otro pueden ejercer legítimamente todo cuanto han recibido en el orden en que han sido constituidos (Obispo, presbítero).

Fuera de los casos ordinarios, la Iglesia amplía generosamente los límites de ejercicio del poder de gobierno o jurisdicción, es decir, permite que se ejerzan fuera del ámbito al que originalmente corresponden. Y no puede ser de otra manera: tanto el orden como la jurisdicción no son un fin en sí mismos, sino medios en relación al fin último. Todo cuanto dispone la Iglesia lo tiene en orden a un fin supremo: la salvación de las almas.

Esto explica, por ejemplo, que la Iglesia permita que un alma en peligro de muerte y con riesgo de perderse para toda la eternidad recurra incluso a un sacerdote excomulgado para recibir los sacramentos necesarios para salvarse.

En ese caso, y en los que se analoguen -en particular o en general- la falta de jurisdicción siempre es suplida por la Iglesia, cuya ley suprema -consagrada en el Código de Derecho Canónico- es, como se dijo, la salvación eterna de las almas.

La historia, como es conocido, recoge no pocos casos de Obispos que, ante el riesgo de que los fieles defeccionen de la fe y abracen la herejía, confrontados con una situación extraordinaria, ordenaron sacerdotes y consagraron Obispos para bien de las almas. Aunque ejercieron su poder de jurisdicción fuera de sus límites originarios, en modo alguno pretendieron levantar una jerarquía paralela ni pusieron en tela de juicio el primado de jurisdicción que detenta el Papa.

Estos casos, a diferencia de lo que podía pensarse, no sólo acontecieron en la más remota Antiguedad, sino también en época bien reciente.

Suele citarse, con razón, el ejemplo de San Atanasio, que sin duda es el más notorio en tiempos de la herejía arriana. A la par del suyo está el de San Eusebio de Samosata, entre tantos otros que, fuera de su diócesis, fuera del ámbito de sus respectivas jurisdicciones, sin contar con autorización pontificia ni con la anuencia de otros colegas en el episcopado, no sólo consagraron a otros Obispos sino que también los establecieron en sedes episcopales sobre las cuales no tenían ninguna autoridad.

En tiempos más cercanos a nosotros, otro tanto ocurrió con los Obispos clandestinos consagrados tras la Cortina de Hierro del comunismo de Europa oriental. Caído el comunismo hacia fines de la década de los '80, el caso persistió -y persiste- en la china comunista.

En fin, situándonos ya fuera del supuesto específico de peligro grave  y general, no deja de ser indirectamente ilustrativo al respecto que en la historia de la Iglesia se cuentan también consagraciones episcopales cuando la Sede Romana estuvo vacante durante muchos años. Nunca a nadie se le vino en mente considerar que dichas consagraciones eran ilícitas por no contar con el consentimiento del Sumo Pontífice... porque no lo había, y el defecto de jurisdicción y de mandato apostólico era (y es) suplido por la propia Iglesia.



RESPUESTAS A ALGUNAS OBJECIONES:

a) Ausencia de mandato pontificio: En el caso de las consagraciones hechas por Monseñor Lefebvre, no faltaron quienes argumentaron que fue un acto gravemente ilícito y que merecía la excomunión.

En el recurso a ese expediente se focalizaron, no sobre el poder de orden, porque era evidente que Monseñor Lefebvre, en cuanto Obispo, podía consagrar -como había hecho varias veces como Delegado Apostólico en África- a otros Obispos, sino sobre el de jurisdicción, a saber, por no contar con mandato pontificio (autorización papal) para proceder a dichas consagraciones.

Ahora bien, hay que reconocer que en la Iglesia no siempre existió el permiso papal como condición de licitud para consagrar a un Obispo. De hecho, los Papas empezaron a reservarse este derecho recién a partir del siglo XI; y lo hicieron, en efecto, invocando el primado de su jurisdicción.

Sin embargo, no hay que confundir algo que es de naturaleza dógmatica -el primado instituido por Nuestro Señor Jesucristo en Pedro- con otra cosa que es de naturaleza disciplinar y canónica -el mandato pontificio-.  Una cosa es, pues, la ley y lo que ella establece, y otra el fundamento que la ley consulta y en el que se apoya. Lo uno (mandato) es de derecho positivo o eclesiástico, y por tanto mudable, cambiable; lo otro (el primado) es de derecho divino, y por ende inmutable.

Si alguen, confundiendo bastante las cosas, dijera que toda consagración de Obispos sin mandato pontificio es ilícita, podemos preguntarnos: ¿Qué mandato pontificio tuvo San Atanasio? ¿Qué mandato pontificio tuvo San Eusebio de Samosata? ¿Qué mandato pontificio podía concederse cuando se consagraron Obispos estando la Sede vacante? ¿Qué mandato se concedía antes del siglo XI, que es cuando el Papa se reservó el derecho a nombrar a los obispos?

b) Recurso a la autoridad: Despechada la obeción del mandato, hay otra susceptible de diluir la respuesta precedente. "Sí -se podría decir-, es verdad que San Atanasio o que San Eusebio no tenían mandato, que en tiempos de vacancia de la Sede Apostólica era imposible conseguirlo, y que antes del siglo XI no se exigía. Sin embargo, Monseñor Lefebvre obró en otras circunstancias, porque a diferencia de todo ello, en su época sí había un Papa; y a diferencia de aquellos santos, él sí podía y debía recurrir a él; más aún, desoyó la orden de no consagrar que le dio Juan Pablo II". En consecuencia, no tenía la vía expedita para salir unilateralmente del estado de necesidad, aunque no fuese más que supuesto.

El planteo de esta objeción extraña más de un aspecto, y por más que parezca sólida, tiene una constitución flaca y endeble.

Es verdad que, a diferencia de lo dicho en uno de los supuestos, en 1988 la Sede Apostólica no estaba vacante; sin embargo, Monseñor Lefebvre estaba en imposibilidad moral absoluta de recurrir ella para que le autorizase a hacer lo que hizo. ¿Quién podría decir que es "solución" sortear el obstáculo que representa no contar con mandato pontificio recurriendo a la autoridad existente para pedirlo, cuando es esa misma la misma autoridad, precisamente, la que asiste impasible la difusión "a manos llenas de ideas opuestas a la verdad revelada" y "verdaderas herejías"? Es claro que el recurso a la autoridad existente le estaba absolutamente cerrado.

El desoír la ordel del Papa, que le mandaba no proceder a las consagraciones, no va más allá de una desobediencia material, como fácilmente puede entenderse. En efecto, según se dijo arriba, la autoridad que Cristo comunicó a la Iglesia y a sus pastores ni es omnímoda, ni es un fin en sí misma: está subordinada al bien supremo, que es la salvación de las almas.

Con las consagraciones episcopales, Monseñor Lefebvre hizo materialmente caso omiso a la orden que venía de Roma, pero lo fue para atender y cumplir con una ley superior, más aún, suprema, a la cual la propia autoridad que le negaba el permiso también está subordinada.

En resumidas cuentas: los poderes de orden, de jurisdicción y las leyes están para las almas, y no las almas para el poder de orden, de jurisdicción o las leyes.



CONCLUSIÓN:

De los principios que hemos citado aquí sigue claramente:

1) Que Monseñor Lefebvre tenía sub gravi el deber, al menos ex caritate, de socorrer a las almas que recurrían a él para recibir ayuda en el estado de grave necesidad general, en el que no podían o pueden esperar el socorro de los pastores legítimos;

2) Que Monseñor Lefebvre, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias actuales, y como tenía el poder de orden, tenía también el deber de consagrar otros Obispos para asegurar (mediante otras ordenaciones sacerdotes) a los fieles en estado de grave y general necesidad, aquello que tienen el derecho de pedir a la Jerarquía (doctrina sana y sacramentos);

3) Que Monseñor Lefebvre estaba en la imposibilidad moral y absoluta de obedecer al "no" del papa, porque habría pecado por omisión contra el mandamiento de la caridad, enraizado en su propio estado episcopal, mandamiento "más grave y obligante" que la obediencia a la ley y al propio legislador;

4) Que Monseñor Lefebvre, actuando en estado de grave y general necesidad de las almas, obligado por un precepto de derecho divino, natural y positivo, no ha negado el Primado de jurisdicción del Papa, ni siquiera ha desobedecido al Papa, el cual "no puede actuar contra el derecho divino, ni sin tenerlo en cuenta".

Sólo a la luz de estos criterios puede comprenderse teológicamente la naturaleza de los actos realizados por Monseñor Lefebvre en 1988. Actos que, si se miran bien, son verdaderamente heroicos, inspirados en la más acendrada caridad, por amor a las almas, por amor a la Iglesia, por amor a Nuestro Señor Jesucristo.



Notas:

1-. Cfr. Encíclicas "Pascendi" (1907) y "Humani Generis" (1950)
2-. Discurso al Seminario Lombardo de visita en Roma el 7 de diciembre de 1968; Discurso del 30 de junio de 1972.
3-. "L' Osservarote Romano", del 7 de diciembre de 1982.
4-. Cfr. San Alfonso, "Teología moralis", 6, 4, 625; Suárez, "Opera", Marietti, Turín 1848, 16, 6, 126-127.

5-. "De charitate", dissert. 4, art. 3; cc. S. Alfonso, op. cit, 3, 3, 27; Suárez, "De charitate", 9, 2, 4.
6-. Op. cit. pág. 477.
7-. Cfr. "Il Sabato", 30/7 a5/8 de 1988. Nota: Este artículo es una reelaboración de un número de "Sí Sí, No No".

Fuente:

Iesus Christus. (2008) Revista del Distrito América del Sur. Año XIX, Nº 177. Mayo/Junio de 2008.