Ya sea por la dificultad de la empresa, o por una concesión al espíritu del tiempo, el hecho es que, en la ejecución del plan descrito por el Concilio Vaticano II, en los grandes círculos católicos, el esfuerzo en la adaptación fue más allá de la simple expresión más ajustada a la mentalidad de hoy. Tocó la sustancia de la Revelación misma. No se trata de una exposición de la verdad revelada en términos que los hombres puedan comprender más fácilmente; más bien, con un lenguaje ambiguo y florido, se pretende proponer una nueva Iglesia, al gusto del hombre, formada de acuerdo a las máximas del mundo moderno. Con esto se propaga, más o menos en todas partes, la idea de que la Iglesia debe someterse a un cambio radical, en su moral, en su liturgia e incluso en su doctrina. En los escritos, así como en la conducta, que surgieron en los circulos católicos después del Concilio, se difunde la tesis de que la Iglesia tradicional, tal como existía hasta el Vaticano II, no está a la altura de los tiempos modernos. De tal manera que debe transformarse por completo.
Y una observación radical, sobre lo que está sucediendo en los círculos católicos, lleva a la convicción de que, realmente, desde el Concilio, existe una nueva Iglesia, esencialmente distinta de la conocida, antes del Concilio, como la única Iglesia de Cristo. En efecto, se exalta, como principio absoluto e intangible, la dignidad humana, a cuyos derechos deben someterse la Verdad y el Bien. Semejante concepción inaugura la religión del hombre. Hace que uno olvide la austeridad cristiana y la bienaventuranza del cielo. En las costumbres, el mismo principio hace que uno olvide el ascetismo cristiano, y está lleno de indulgencia incluso para el placer sensual, puesto que es en la tierra donde el hombre debe buscar su realización. En la vida conyugal y familiar, la religión del hombre exalta el amor y pone el placer por encima del deber, justificando, por esto mismo, los métodos anticonceptivos, disminuyendo de la oposición al divorcio y favoreciendo la homosexualidad y la coeducación, sin temer la suceción de los desordenes morales, que le son inherentes, como consecuencia del pecado original. En la vida pública, la religión del hombre no comprende la jerarquía y defiende el igualitarismo propio de la ideología marxista y contrario a la educación natural y revelada, que asegura la existencia de un orden social exigido por la naturaleza misma. En el ámbito religioso, el mismo principio preconiza un ecumenismo que, en beneficio del hombre, reconcilia a todas las religiones y desea una Iglesia como sociedad de asistencia social, y hace ininteligible lo sagrado, que solo puede comprenderse en un sociedad jerárquica. De ahí la excesiva preocupación por la promoción del clero, cuyo celibato se considera absurdo, así como el contenido de una vida sacerdotal singular, íntimamente ligado a su carácter de persona consagrada, enteramente, al servicio del altar. En la liturgia, se rebaja al sacerdote a un simple representante del pueblo, y los cambios son tales y tan numerosos que deja de representar, convenientemente, a los ojos de los fieles, la imagen de la Esposa del Cordero, una, santa, inmaculada. Es evidente que la relajación moral y la disolución litúrgica no pueden coexistir con la inmutabilidad del dogma. En realidad, estos cambios ya indican cambios en los conceptos de las verdades reveladas. Una lectura de los nuevos teólogos, tomados como portavoz del Concilio, muestra cómo, de hecho, en algunos ambientes católicos, las palabras con las que se enuncian los misterios de la fe implican conceptos completamente diferentes de los de la teología tradicional.
Mons. Antônio de Castro Mayer
Boletín Diocesano, abril de 1972
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